El amor verdadero, tanto en el ámbito romántico como en la amistad, nunca restringe ni genera sufrimiento a causa del control. Por el contrario, impulsa a la persona a alcanzar su máximo potencial. No es un intercambio de afectos, sino una invitación al crecimiento. Va más allá de simplemente "estar a la altura" o de ser una mera compañía; es una inclinación natural hacia la virtud, un impulso que nos lleva a superar nuestras limitaciones y a aspirar a la excelencia moral.
Esta dinámica de mejora recíproca constituye la base de relaciones duraderas. Es un amor que, lejos de la posesión, se fundamenta en el respeto, la admiración y el deseo genuino del bienestar del otro.
Nos impulsa a liberarnos del egoísmo del control y a cultivar cualidades que nos engrandecen como seres humanos.
El ejemplo a seguir
Si buscamos un modelo insuperable de esta amistad transformadora, lo encontramos en la relación de Jesús con sus apóstoles. Él no solo los llamó siervos, sino amigos (Jn 15,15), compartiendo con ellos su vida, sus enseñanzas y su misión.
La amistad de Jesús con sus discípulos se caracterizó por:

La entrega total hasta el sacrificio
El culmen de su amistad se manifestó en la Cruz, donde dio su vida por ellos, demostrando que «nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos» (Jn 15,13)

La enseñanza y el acompañamiento constante
Pasó tiempo con ellos, enseñándoles con paciencia, corrigiéndolos con amor y animándolos en sus dudas y miedos. Su amistad era pedagógica, orientada a su crecimiento.
Si el amor verdadero nos impulsa a ser mejores, ¿por qué a menudo lo confundimos con la simple emoción o la mera conveniencia?
Quizás porque olvidamos que la amistad, en su esencia más pura, es un reflejo del amor divino, una invitación constante a la virtud y a la entrega generosa

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